“Monstruo”, una verdad frente a diferentes perspectivas
Querido Teo:
A pesar de que pudo verse en el Festival de Sundance 2018 "Monstruo" ha sufrido los caprichos de la distribución quedándose durante tres años en un cajón. Ha sido Netflix la que ha decidido finalmente estrenarla dentro de ese conjunto de películas de reivindicación y temática racial que cada vez tienen más visibilidad en plataformas que en salas de cine. Anthony Mandler, director de videoclips de Rihanna, Lana del Rey, Nicki Minaj, Taylor Swift o The Jonas Brothers, debuta en el largo con un drama judicial que explora con convicción y de manera conmovedora cómo un mismo hecho cobra un sentido u otro según el prisma desde el que se vea, más si éste está empañado por el prejuicio de una sociedad racista en la que ser joven y negro provoca que más de uno tienda a encuadrar a este perfil en un potencial criminal. Hora y media intensa y sólida, convencional por momentos, pero tremendamente emotiva y con mensaje sostenida en el gran trabajo de su actor protagonista, el cada vez más en alza Kelvin Harrison Jr.
El título podría llevarnos a pensar en algo relacionado con la ciencia ficción o en la perturbación de la mente de un psycho killer. Nada más lejos de la realidad. El calificativo de “monstruo” es el que recibe nuestro protagonista por parte del fiscal del caso en el que se le juzga tanto a él como a un pandillero. Uno de ser causante y el otro cómplice del atraco de una tienda que terminó con un forcejeo que derivó en un disparo en el que murió ahogado por su propia sangre el dueño del local.
Desde el principio se nos presenta la angustia de Steve Harmon (Kelvin Harrison Jr.), un joven negro de 17 años que se encuentra en la cárcel a la espera de ese juicio y que ha visto truncada su prometedora carrera como estudiante y aspirante a cineasta al ser detenido por estar envuelto presuntamente en este hecho. Como él mismo dice, tras las imágenes en blanco y negro de una cámara de seguridad con las que comienza la cinta, estamos en una película dirigida, escrita y protagonizada por él aunque hasta ese momento no fuera consciente de ello.
Mientras vemos cómo entra en contacto con su abogada defensora, Katherine O’Brien (Jennifer Ehle), la cual adopta esa postura tan propia de una profesión en la que se ha visto de todo y en la que se ha aprendido a no involucrarse personalmente en los casos por todo el daño emocional que ello puede provocar. Eso no impedirá que, poco a poco, y de manera sutil, la manera tanto de ver al caso como a su cliente vaya cambiando cuando cada vez empiece a ser más evidente, tanto por las declaraciones de los testigos como por la personalidad creativa y sensible de Harmon, que el único error de éste fue juntarse con malas compañías y estar en el sitio inadecuado en el peor momento.
La voz en off del joven y los flashbacks que nos llevan a su vida personal, aficiones y rutina en el barrio de Harlem en el que vive ayudan a vertebrar emocionalmente la historia de un chico que tiene que esforzarse mucho más que cualquier otro para demostrar que él no es miembro de bandas callejeras ni carne de presidio.
No es una cinta para descubrir si el protagonista es inocente o culpable, algo que desde el principio queda demostrado al ser un joven sano y firme en sus valores que nunca se ha metido en problemas, sino para comprobar si es capaz de salir del agujero en el que el destino le ha introducido y en el que tan complicado es sacar cabeza cuando todas las cartas juegan en tu contra más allá de su palabra y la buena imagen que tienen de él los que de verdad le conocen.
Todo ello sea o no suficiente para un jurado que más que en las pruebas puede tender a guiarse por la venerabilidad que transmite una fiscalía que de manera sinuosa pero evidente intenta llevarles hacia una visión en concreto de la historia, construyéndola en base a unos determinados intereses aunque para defender ello existan cabos sueltos y casi la mayor relación que haya entre unos acusados y otros no sea más que el color de piel teniendo el jurado saber ver más allá y ser capaz de ponderar la gradualidad de la implicación real y la culpa que pueda tener cada uno.
A pesar de la pretendida apuesta visual con aire publicitario, propia del estilo del realizador y del hecho de que el joven intente encontrar historias que merezcan ser contadas en su entorno a través de su inseparable cámara fotográfica, la cinta encaja dentro de esas propuestas de cine “indie” usamericano verista y contundente prevaleciendo la fuerza de la historia sobre un tono austero, centrándose en los primeros planos de Harmon y en cómo ha llegado a ser detenido y juzgado.
Todo ello frente a cualquier atisbo formal que da oxígeno y aire a una cinta en la que sobrevuela la impotencia que ya vimos en dos miniseries recientes en las que el sistema amenazaba con engullir a un inocente a base de racismo. La desesperación del protagonista es muy similar a la que veíamos en “The night of” (2016) mientras que el entorno de las calles y la inquina del sistema que busca culpables tirando del argumento de la raza y de la marginalidad de los barrios nos lleva a “Así nos ven” (2019).
Kelvin Harrison Jr., actor que a sus 26 años ya ha podido brillar en "Llega de noche" (2017), "Luce" (2019) y "Un momento en el tiempo (Waves)" (2019), además de empezar a jugar en la liga de los grandes dentro del amplio reparto de "El juicio de los 7 de Chicago" (2020), es el alma y corazón de una cinta que nos presenta a un joven despierto, apasionado por el cine y la magia de sus imágenes, que no se mete en líos en el barrio de Harlem en el que vive.
Una vida feliz en la que se prepara para ir a la universidad, disfruta con sus amigos de su juventud y también en el cineclub de su instituto contando con la proyección nada casual de “Rashomon” que enseña a ver una misma realidad de diferente manera según cada uno, y que es querido tanto por sus padres como por un hermano pequeño que no hace más que mirarlo con ojos de admiración viéndole casi como un superhéroe al que parecerse cuando sea más mayor.
“Monstruo” logra funcionar en ambas vertientes, la judicial y la personal, llevándonos a ese joven de 17 años, el cual su madre (Jennifer Hudson) no quiere que se acerque por el parque, que experimenta el primer beso con una chica, peina la ciudad con su cámara y su gorro amarillo, y mantiene dos escenas estupendas junto a su padre (Jeffrey Wright), tanto en la que demuestra el ojo artístico que mantienen ambos a la hora de hablar de diseño gráfico como aquella que transcurre durante una visita en la cárcel.
Allí Steve sólo quiere saber si su padre le cree mientras éste no puede evitar derrumbarse por no poder hacer nada después de haber intentado que su hijo tuviera la vida que merecía, aquella que se imaginó desde que lo tuvo en brazos cuando sólo era un bebé. Una madre y un padre noqueados por los revolcones de una vida que amenaza con engullir a lo que más quieren, impotentes más todavía teniendo la certeza de que su hijo no puede ser culpable.
Todo mientras en el juicio un fiscal vehemente (Paul Ben-Victor) acusa con desdén y unos abogados intentan remar frente a la corriente de la inercia del prejuicio y de la narrativa que se intenta crear desde el sistema teniendo que convencer a un jurado que no se sabe hasta qué punto se dejará llevar por información objetiva o por las circunstancias personales y creencias de cada uno.
La declaración final de Steve Harmon, dando una imagen de buen chico tan natural que nadie puede negar, y el intento firme de su abogada por desvincularlo, contando incluso para ello con el profesor del instituto (Tim Blake Nelson), de unos tipos que no son más que unos conocidos del barrio con los que ha tenido la desgracia de intercambiar más palabras de la cuenta, serán el argumento principal para separar inocentes de verdugos por parte de un estamento que, apoyado en un dogma o prisma, más que conseguir justicia y reparar la memoria de las víctimas también puede truncar vidas y crear otros perjudicados a su paso.
Esta adaptación de la novela de Walter Dean Myers es sencilla pero impactante, intrigante dentro de su cotidianidad, con una atmósfera opresiva que lo inunda todo por cómo este joven puede perderlo todo por una sucesión de desdichas logrando un conjunto estilizado en el que, ciertas irregularidades propias de ser una ópera prima casi desapercibidas ante la inteligencia y honestidad con la que se encara, son mantenidas por la dosificación de la información, el planteamiento del desarrollo y, sobre todo, el caldo de cultivo emocional que va construyéndose a lo largo de la evolución de la cinta.
Una propuesta en la que van encajando todas las piezas, conociendo más a su protagonista, y ofreciendo estupendas interpretaciones de un reparto en el que, además de los mencionados, también podemos ver a John David Washington, Jharrel Jerome, Rakim Mayers y Nasir “Nas” Jones como miembros de ese universo pandillero del que es difícil salir tanto por acción como por omisión cuando, sólo por ser un joven de Harlem, parece que no puedas evitar quedar impregnado por él.
“Monstruo” no se centra en una historia real pero su autenticidad representa a tantas situaciones similares en el que la violencia contra los negros sigue siendo un mal endémico en la sociedad estadounidense que, a la hora de juzgar, no recae en los matices ni en la máxima de que se es inocente hasta que se demuestre lo contrario jugando incluso con la alegoría de la luz que entra en la sala del juzgado y que lleva a que no existan grises en un sistema judicial en el que la fina línea entre ser inocente y culpable depende de una interpretación que varía sobremanera según el color de piel y las circunstancias sociales del acusado.
Una sola verdad que tiene complicado emerger frente a la perspectiva con la que sobre un hecho cada uno de nosotros pone luz llevando a que todo se termine difuminando y revirtiendo en función de las mentalidades de unos y otros. Una cinta sobria que no necesita forzar la historia emocionalmente para que ciertas lágrimas terminen desbordando al final y que deja un mensaje por encima de todo, el hecho de que la justicia no se deje viciar y acabe eligiendo el lado de la historia correcto mientras unos y otros sufren sus consecuencias en una sociedad tan marcada por un componente racial que enturbia ya de inicio el concepto de que la ley es igual para todos. La fragilidad del presente frente a las decisiones que uno toma y la forma que presenta el cristal desde el que los demás miran.
Nacho Gonzalo
MONSTRUO
Da la impresión de ver dos películas en una sola proyección. Bullying, la soledad, el aislamiento, el corporativismo impuesto por la sociedad en sus distintos tipos, los malos tratos sociales de los profesores… que al espectador, sentado, le escuece que sea así: la desestructuración familiar tanto en su familia como en la del vecino… El mensaje, tanto superficial como en el fondo, no deja de ser el mismo: hay que eliminar las viejas estructuras por modernas y actuales que parezcan. Los niños inventan insultos, las malas lenguas quieren oscurecer por su presunta mala praxis profesional la mala fama social del profesor. Que sobre cada realidad cada quien tiene su opinión es constatable (la propia y la impuesta por el grupo social, por la institución a que se pertenece, entre otras). Con diferencias que se acentúan hasta oponerse. Que hay situaciones sociales que, amparadas por la ley, por lo bajini siguen escadalizando a las hipócritas mentes pías, verdad es. Que los comportamientos infantiles no se pueden calibrar con mentes de adultos porque se tomarían como sometimiento y anulación de la personalidad, verdad es.
Pero con un tan trabajado guion, Koreeda no puede cerrar la película con los dos críos correteando entre flores, después de huir de la galerna soportada (¿el miedo de los adultos importa a los niños?).
No me ha parecido, con perdón, a la altura de la realidad fílmica de “De tal padre, tal hijo”, de “Nuestra hermana pequeña”, de “Un asunto de familia”… La música parecía repetida y disonante con la imagen, los encuadres buscaban la máxima duración de planos y movimientos como a la espera de algo. Lenta y cargante, excesivamente prolongada para airear la nada.
Las personas, las colectividades acatan voluntariamente unas convenciones de comportamiento en previsión de situaciones límite. El convencionalismo es generalizado, raras veces desciende a casos particulares. Por eso, los filmes de Koreeda resultan amargos, pesimistas. Pero en MONSTRUO parece apuntar la existencia de un cielo infantil. Como último apunte, la incomunicación como resultado de la superabundante comunicación es algo que alcanza el agobio personal. No pierdas la oportunidad de verla.