Los cabarets de “Cabaret” (I)
Querido Teo:
El vuelo trasatlántico que llevaba a Bob Fosse hasta Berlín en 1971 no prohibía fumar, pero los compañeros de cabina del director no pasarían por alto a un viajero que encendía un cigarrillo tras otro, sin pausa. Fumarse seis cajetillas diarias exigía regularidad y constancia. A sus cuarenta y cuatro años se dirigía a rodar un musical que en realidad no lo era en el sentido tradicional, donde la gente se dice cosas cantando. Se trataba de hacer cine con la obra de teatro musical que, en 1961, había convertido a Judi Dench, a los treinta años, en la revelación de las tablas londinenses. Una década después, Fosse estaba casi seguro de que no había nadie en Hollywood con un recorrido como el suyo en los musicales, lo que no había impedido que fracasara con el que había rodado poco antes. La conclusión de su fracaso era que estaba demasiado pegado al teatro y el cine exigía lo que él pensaba hacer ahora con lo que le esperaba en Berlín. Darle vida a la cámara y usar luego el montaje como nadie lo había hecho. En el equipaje llevaba el origen de la historia, la edición que reunía los dos libros en los que se había inspirado el musical teatral. Significaba retroceder cuarenta años, hasta 1931, cuando Berlín fue durante siete años la ciudad europea más interesante y moderna, mientras los nazis comenzaban a extender su locura de poder.
Cuando Fosse aterrizó en Berlín fue conducido a la Motzstrasse, una calle bastante tranquila, que hoy ofrece distraerse con varias tiendas donde se venden todo tipo de artilugios eróticos a base de cuero y cremalleras, recuerdo apagado de los años entre las dos guerras europeas, cuando El Dorado era uno de los cabarets más populares y el “local de mala reputación” en el que se inspira el Kit Kat Club de “Cabaret”. El equipo de producción pudo mostrar a Fosse la obra para convertir el antiguo local en plató, donde situar todos los números musicales menos uno que, paradoja habitual, terminaría por ser el más valorado para muchos. La protagonista de la película llegó días más tarde.
Liza Minnelli llevaba toda su vida creciendo artísticamente, desde que debutó a los dos años en brazos de su madre. La hija de Judy Garland y Vincente Minnelli tenía 25 años, había sido nominada al Oscar por su segunda película y llenaba los teatros donde cantaba. Aunque la protagonista de “Cabaret” era inglesa, se había cambiado la historia para que fuera americana. Minnelli había estudiado con su padre el aspecto de una artista norteamericana en la década de 1930, mientras Fosse se preparaba para intentar reproducir el ambiente de 1931.
Berlín era por aquel entonces una ciudad bastante cosmopolita. Los nazis que hablaban de “la chusma del Este” o de la “americanización”, arrugando la nariz, estaban aún en segundo plano. Una parte indefinible y significativa de la juventud alemana tenía más que una actitud amigable con todo lo extranjero. Los visitantes eran bienvenidos, sin que importase si llegaban por voluntad propia, como los americanos y los chinos, o tras haber sido expulsados de sus países, como los rusos. Reinaba un espíritu abierto, de curiosidad. Se notaba un gran soplo de aire fresco y las barreras de clase se habían difuminado, tal vez como consecuencia del empobrecimiento generalizado por la gran crisis económica de la que se estaba saliendo. Muchos estudiantes eran a la vez obreros, y muchos obreros jóvenes eran a la vez estudiantes. La soberbia y el espíritu de clase simplemente se habían convertido en una antigualla. Las relaciones entre los sexos eran más abiertas y más liberales que nunca. Despertaban compasión las generaciones que en su juventud únicamente se encontraron con vírgenes inalcanzables a las que venerar y putas con las que desahogarse.
Carlos López-Tapia