La Roma cinéfila de Mr. Pinkerton
Ciao ragazzo!
Come va?. Bueno muchacho, podrás imaginar tras este saludo inicial que este verano he estado en Roma, la ciudad eterna. Como todos los años, me tomé unos días de vacaciones en agosto y decidí irme a la capital italiana. Durante cinco días no quería saber nada de casos, clientes, asuntos turbios, seguimientos ni robos de joyas; tan sólo quería disfrutar de lo que esa gran ciudad me pudiese ofrecer. Pero muchacho, un detective es como un Papa, que vaya donde vaya, y esté donde esté, no puede distanciarse de su profesión.
Me imaginaba anónimo en Roma, y como un turista más me encontraba en la cola del Vaticano para entrar en la hermosa basílica. Esos días de agosto el calor era asfixiante. La cercanía del río Tíber proporcionaba una humedad altísima, lo cual hacía que el sudor saliera de tu cuerpo como si te estuviesen exprimiendo por dentro. Allí, a punto de entrar en San Pedro, me acordé de Gregory Peck en “Escarlata y Negro”, paseando por esos lares con su vestimenta de sacerdote con buen corazón. Una vez dentro, me recree en la belleza del edificio y en sus frescos y esculturas. No había detalle que se me escapara, ni siquiera ese pequeño cuadro en lo alto de una pared custodiado por un angelito y una joven, el cual es un retrato de una señora nariguda cuya identidad estoy deseando aún conocer. Y justo cuando apreciaba ese detalle, siento cómo un hombre se me acerca y me dice: “Mr. Pinkerton, qué alegría verle en este rincón del mundo”. Miré a aquel hombre, pero no le conocía de nada. No me dio tiempo de preguntarle quién era, pues en seguida me dijo que estuviese en media hora en la ribera baja del río Tíber, bajando por la escalinata más cercana al Puente de San Angelo. Te aseguro, muchacho, que no tenía ninguna gana de aventuras, pero me pudo más mi instinto detectivesco.
Media hora más tarde, acababa de bajar la escalinata y me encontraba en ese espacio donde alguna que otra pareja buscaba intimidad. Pasaba el tiempo pero nada ocurría, y tras una hora de espera llegué a la conclusión de que aquello debió de ser una broma de algún turista madrileño que quizás me reconoció y quería pitorrearse de mí. Así que volví al Vaticano a seguir con mi visita justo en el punto donde lo dejé. Volví pues al rincón donde se encontraba aquel pequeño cuadro de la dama, y fue entonces cuando percibí que algo había ocurrido durante mi ausencia. Juraría y re-juraría que el lienzo de aquel cuadro estaba inclinado unos 20 grados a la derecha. Aquello no tenía explicación, ese cuadro estaba a más de diez metros de altura, y la Basílica estaba a rebosar de turistas. ¿Cómo alguien iba a escalar hasta allí?. Y, ¿para qué iban a mover el lienzo?. Acudí entonces a uno de los confesionarios en los que se habla español para intentar sacar información a un cura sobre el cuadro: “Ave María Purísima. Padre, hace 36 años que no me confieso, y supongo que habré pecado mucho pero… ahora eso no importa, padre. Necesito informarme sobre el pequeño cuadro que tiene usted a su derecha, en lo alto. ¿Qué me puede decir de él?”. Y aquel cura octogenario con aspecto de haber participado en el Concilio Vaticano I, me dijo: “Signore, ese cuadro no tiene ningún valor. Sicuramente es el retrato de alguna adinerada que debió de haber pagado bastante para que le colocaran su retrato dentro del Vaticano. Eso sí, hay una leyenda que dice que tras su lienzo se esconde el plano donde escondió todas sus valiosísimas joyas, pues no tuvo descendencia, y no quiso que pasaran a manos ajenas. Pero, a ver quién es el guapo que es capaz de subir tan alto para comprobarlo….”
Muchacho, cada vez más aquello iba cogiendo color. Estaba claro que aquel hombre me identificó, y seguramente estaba a punto de acceder al cuadro de alguna manera incomprensible. Pero al verme justo bajo el cuadro, me mandó bien lejos de aquí para que no presenciara el acto. Pero, ¿cómo narices subió hasta allá sin que nadie le observara?. Miré por todos lados buscando alguna pista, y mis sagaces ojos observaron unas pequeñas bolas que no lograba identificar. Se me acercó un hombre y me dijo: “Boñigas, amigo, son boñigas de mono, de un pequeño mono africano. Hola, soy Dionisio Sarmiento, experto en monos, gorilas y orangutanes. Y le puedo asegurar que si esos son boñigas de mono, es porque un mono ha defecado aquí hace no más de una hora. ¿Observa que aún está fresco?".
Agradecí al Señor haberme topado con ese naturista en el momento más necesario para toparse con un naturista. Deduje entonces que quien subió arriba fue un pequeño mono adiestrado, que debió abrir el cuadro por detrás para coger el pergamino del tesoro, y claro, luego lo cerró sin darse cuenta de que había dejado el lienzo inclinado. Pero aquel naturista se ganó la santidad ese día, pues además me dijo que escuchó comentar a dos hombres, los cuales iban acompañados de un supuesto bebé, que irían a comer al Restaurante Ponte Vittorio. Como sabía que me iba a pasar uno o dos días recorriendo Roma en busca de esos hombres y su mono, decidí alquilar una Vespa, y recordándome a Nanni Moretti en "Caro diario", acudí a aquel restaurante en esa moto que tanto utilicé en mi juventud.
Al entrar en aquel templo de la buena pasta, observé una foto colgada donde aparecían unos maduros Robert de Niro y Al Pacino juntos posando con los camareros y dueños del local. Les pedí unos ravioli con salsa de pesto, y pronto me gané la confianza del dueño. Después de decirme que él participó de extra en la película de Rossellini “Roma, Ciudad Abierta”, le pregunté por los hombres que buscaba, y me dijo que les escuchó decir que debían acudir esa madrugada a la Fontana di Trevi. Allí acudí por la noche, y cientos de turistas abarrotaban la famosa fuente. Las monedas volaban por encima de decenas de hombros, y el ruido del gentío y el agua al caer hacía aquello un lugar ensordecedor. De repente una rubia borracha se adentró en la fuente, y emulando a la Ekberg en "La dolce vita", se puso a bailar de un lado a otro ante la incredulidad de la muchedumbre. Ya de madrugada, los turistas se evaporaron y yo me oculté tras un portal vecino a la Fontana. Desde allí observé cómo esos dos hombres llegaban, y de un carrito de bebé salió disparado un pequeño mono, el cual escaló por las esculturas del monumento, se detuvo en uno de los bajorrelieves, y de un recoveco sacó un pequeño papel que entregó con subordinación a sus dueños. Uno de ellos dijo bien alto, fruto de su emoción: “Lo sabía, sabía que el tesoro estaba en Villa Borguese”.
Muchacho, aquella noche me tocó hacer guardia frente al hotel de los buscadores de tesoro, pues no podía perderlos de vista. Pero se ve que apuraron al máximo para hacer uso del desayuno-buffet, y hasta las 11 no salieron del hotel rumbo al famoso parque romano. El calor allí era asfixiante, un ruido selvático de pájaros e insectos formaba parte de la banda sonora de aquella mañana. Alquilaron unos carritos a pedales para moverse por el inmenso parque, y yo hice lo propio y les seguí. Su destino parecía ser la Galería Borguese, el conocido museo donde lucen las esculturas de Bernini. Mira por dónde iba a culturizarme gracias a esos dos pájaros, pero no podía imaginar cómo se las apañarían para encontrar y llevarse de allí un tesoro, pues esta vez el mono no iba con ellos.
Los dos hombres hicieron el recorrido común, e incluso se emocionaron observando cada detalle del Apolo y Dafne de Bernini. Yo tenía que tener cuidado de no dejarme ver por ellos, ya que si no me reconocerían y cesarían en su empeño. La verdad, muchacho, es que estaba intrigado por saber dónde se ocultaba el tesoro de la dama nariguda. Los hombres llegaron a una de las salas más pequeñas, donde se encontraba una insulsa escultura anónima que representaba a algún antiguo Papa. Uno de los hombres distrajo a la vigilante de la sala, y el otro aprovechó para dar un golpe con un punzón en la parte trasera de la estatua, que no era de mármol precisamente, sino de algún material fácilmente rompible. El hombre introdujo la mano hasta sacar de allí una bolsa de terciopelo que custodiaba desde hacía al menos tres siglos las joyas de la nariguda señora sin descendencia.
Por supuesto, en ese momento di un grito para que acudiera la seguridad de la Galería, y aquellos dos hombres fueron detenidos. Aquello fue todo un acontecimiento para el personal del museo, y aquella vigilante de físico menudo, hermoso rostro, marmolea piel y cabello oscuro me pidió que le diese un paseo en Vespa por Roma, y allí me vi yo, como si estuviese llevando a Audrey Hepburn en “Vacaciones en Roma”, disfrutando de la noche romana y gozando más tarde una granita di fregola en las casetas nocturnas del Trastevere por la ribera del Tíber…
¡Saludos!