La ciudad de "La dolce vita"
Querido Teo:
Federico Fellini se jugaba en 1952 su carrera de cineasta, tras dos primeros fracasos, al mismo tiempo que Hollywood se disponía a rodar por primera vez una película al completo en Europa desde el final de la guerra. Fellini preparaba “Los inútiles” de cuyo éxito o fracaso dependería continuar haciendo cine o dejarlo en ese punto, y William Wyller imponía su criterio al de la Paramount que quería que “Vacaciones en Roma” se hiciese en sus Estudios, utilizando las trasparencias habituales. El ministro italiano de turno tuvo que ser convencido personalmente por el director americano de que no se criticaría la política ni se burlarían de personas o costumbres. El resultado de la historia de amor entre Audrey Hepburn y Gregory Peck paseando por los lugares más escenográficos de la ciudad, fue un aumento casi inmediato del flujo turístico norteamericano.
La imagen de Roma hasta ese momento estaba siempre unida a su época imperial, pero tan falsificada que, en una película de 1954, “Gladiatori” de Delmer Daves, se ve una copia del David de Miguel Ángel, ¡entre las estatuas que adornan el coliseo!. Fue en esos años cuando el anfiteatro que mandó construir el emperador Vespasiano se transformó en el símbolo de la ciudad, como la torre Eiffel lo era de París o el puente de Brooklyn de Nueva York. Para Roma el cine significó un relanzamiento económico y, más importante, el nacimiento de un espíritu optimista deseoso de olvidar la crueldad de la posguerra. Los romanos se sentían de nuevo en el mundo y hablaban de haberse transformado en “Hollywood sul Tevere”. Las estrellas de la pantalla se convirtieron en algo habitual, que visitaban al Papa, y se volvió a leer en los periódicos sobre grandes borracheras, cenas extraordinarias en los restaurantes del Trastévere, aventuras amorosas en los hoteles de vía Venetto y hasta de orgías en las residencias lujosas elegidas por los ricos en la Apia Antigua.
El aire provinciano que se había conservado hasta la guerra, desapareció en muy poco tiempo, al convertirse la ciudad en una especie de set cinematográfico al aire libre. Algunos comparaban las playas cercanas de Ostia o Fregene, futuro lugar de veraneo de Fellini, con la de Malibú. El dinero del plan Marshall había activado la circulación en la administración, y Roma es aún hoy poco más que turismo y administración de Italia y del Catolicismo. La impresión de optimismo y bienestar se reforzaba al sentirse elegidos por los famosos como Tyrone Power, en ese momento encarnación de la belleza masculina, casándose en la basílica de Santa Francesca Romana en pleno foro, y llamando Romina a su hija. La calle sinuosa que une la plaza Barberini con la puerta Pinciana, fruto de la primera especulación urbanística tras la unificación de Italia en 1870, fue puesta de moda por los fascistas más poderosos. El conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini, iba a menudo a tomar el aperitivo al hotel Ambasciatori. Los jerarcas fascistas se dejaban ver en compañía de actrices, y los “elegantoni” llenaban los bares después del concurso hípico de los domingos. Tras la guerra se mantuvo como lugar de encuentro favorito de los escritores, políticos e intelectuales. Se concentró la actividad en un par de cafés hoy desaparecidos, asentando una costumbre latina que comparten italianos, franceses y españoles. El grupo de artistas y periodistas que hicieron de vía Venetto un club al aire libre en los cincuenta eran liberales, personas cultas, irónicas, un poco cínicas, dotadas de un escepticismo laico que les impedía seguir a alguna de las dos corrientes intelectuales de moda, la católica y la marxista. Compartían un discreto y semi confesado desprecio por la cultura de masas, empezando por la televisión.
¿Porqué un grupo de artistas e intelectuales sentían la necesidad de reunirse en un café?. Por el gusto de hablar de si mismos, compartir enemigos, competir con los otros a base de ingenio y humor ácido, una práctica tan antigua en Roma que se menciona ya, como acetus romanus (vinagre), en los epigramistas y satíricos clásicos. Ante el estreno próximo de un director de cine mediocre, se aplaudía un comentario del tipo: “¿Ha hecho otra película?. Estoy impaciente por perdérmela”; o al salir de ver una mala obra de teatro comentar: “Pésimo espectáculo. No me ha dejado pegar ojo”.
Vía Venetto albergaba ya entonces algunos de los mejores hoteles de la ciudad. Lugares donde acoger a reyes destronados como Alfonso XIII de España o al rey de Egipto, Faruk, que pasaba las horas muertas sentado en la mesa del café con alguna belleza al lado y siempre dispuesto a repetir la misma ocurrencia: “Dentro de poco sólo habrá cinco reyes en el mundo. Los cuatro de la baraja y la reina de Inglaterra.”
Fellini también andaba por allí, un treintañero atento y perceptivo, de los primeros en comprender el aspecto simbólico de una arteria donde se concentraban las señales de un bienestar nuevo y a veces ambiguo. Fellini no estaba entre los maestros de la frase ingeniosa o humorísticamente maledicente, su ironía era tan ligera que a menudo se sintió mal comprendido. “Por lo que se refiere al título de La dolce vita, mi intención no fue comprendida. La interpretaron de manera irónica. Yo pensaba en «la dulzura de vivir» más que en «la vida dulce». Es un fenómeno extraño, porque generalmente el problema que tengo es el contrario: digo algo con intención irónica, y se me toma literalmente. Y luego me citan siempre diciendo lo contrario de lo que tenía intención de decir.”
Alguien me dijo en una ocasión que tras su estreno y éxito mundial, un diccionario americano copular y respetado, citaba dolce vita como una expresión inglesa. La película no aparecía mencionada, pero se indicaba que procedía del italiano y significaba «una vida de indolencia y satisfacción inmoderada de los propios deseos». El atractivo de la definición atraería en los sesenta a cientos de miles de turistas, que tenían la esperanza de ver un rincón de aquella Roma. Fellini no ganó mucho dinero con su película, pero para Roma resultó una mina de oro.
Carlos López-Tapia