Conexión Oscar 2021: “La madre del blues”, la lucha por una oportunidad en un mundo de blancos
Querido Teo:
"La madre del blues" es una de las bazas de Netflix en esta carrera al Oscar situándose como la tercera en discordia tras "El juicio de los 7 de Chicago" y "Mank". Una adaptación de la obra de teatro de August Wilson estrenada en 1982 y que tiene como bazas contar con Viola Davis y Chadwick Boseman en el reparto. En la producción Denzel Washington que ya estuvo detrás de la anterior adaptación de una obra de Wilson, "Fences" (2016).
“La madre del blues” se convierte en la tercera obra de August Wilson en verse en la pantalla tras “La lección de piano” (1995) y “Fences” (2016). Una cinta de clara herencia teatral que granjeó nominaciones para Theresa Merritt y Charles S. Dutton en los Tony de 1984, siendo ese uno de los encantos de la cinta llevándonos con el acertado diseño de producción, en el que se respiran los bajos fondos del Chicago de 1927, y una fotografía vistosa a un sótano en el que se va a grabar un disco con la cantante Ma Rainey y su banda.
Un lugar en el que, además de los nervios, frustraciones y choques de egos propios del mundo de los artistas, compartiendo miserias económicas y personales, lo que trasluce es la situación de una raza negra que sigue oprimida, discriminada y dolida por unos blancos que se aprovechan de los negros que juegan a ser “la voz de su amo” para, al menos, poder hacerse así con un lugar dónde caerse muertos.
Esto es algo muy presente en la obra de August Wilson, nacido en Pittsburgh (Pennsylvania), hijo de un panadero alemán bohemio y una mucama afroamericana de Carolina del Norte. En sus piezas, Wilson se adentra en los dramas, problemas y preocupaciones de la raza negra en Estados Unidos a través de cada una de las décadas del siglo XX en las que el dramaturgo ambienta sus distintas obras.
En el caso de “La madre del blues” nos encontramos en el caluroso verano de 1927 en Chicago, haciendo un parón en la gira llevada a cabo por la cantante Ma Rainey y su banda y que les ha llevado por lugares como Barnesville (Georgia), lugar en el que arranca la película y en el que vemos no sólo el fervor que despierta la voz y contoneos entre lentejuelas de la artista sino la divergencia de opiniones que hay en una banda en la que destaca el trompetista Levee, un verso libre con ambición, talento y mucha seguridad en sí mismo decidido a volar pronto con sus propios temas y grupo.
Wilson declaró que sus mayores influencias fueron "las cuatro B": la música blues, el escritor y poeta argentino Jorge Luis Borges, el dramaturgo Amiri Baraka y el pintor Romare Bearden, añadiendo después en ese glosario a los escritores Ed Bullins y James Baldwin. Precisamente de éste último hereda esa rebeldía reflexiva sobre la situación de un pueblo que sabe que cuyos miembros sólo se tienen entre ellos para salir adelante, cuestionándose incluso si tienen derecho a divertirse y si su música más que una evasión supone una distracción que les impide dejar un mundo mejor a sus hijos, un entorno en el que ellos siguen siendo los que se conforman con el hueso mientras los blancos se comen el cerdo.
Una sociedad en la que el negro, aún abolida la esclavitud, sigue siendo mirado con desdén y desconfianza considerado arrogante por los blancos (e incluso los suyos) si decide persistir en el ahorro y en su intento de prosperar y aspirar a comprarse unas tierras. Y es que aunque el dinero sea el símbolo capitalista que hace que muchos te miren y te consideren en función de si tienes más o menos, el negro tiene incluso que soportar que cuando va a cobrar un cheque al banco se piense que el motivo por el que lo tiene en su poder es por que lo ha robado.
“La madre del blues” se sitúa en esos bajos de una calle de Chicago donde va a llevarse a cabo una grabación de estudio. Mientras todos esperan a la impuntual diva, una Ma Rainey caprichosa y testaruda no duda en enfrentarse en mitad de la calle con un policía blanco si ella piensa que tiene razón, o pedir insistentemente una Coca-Cola, sin caer en la cuenta de que fuera de su burbuja afroamericana, por muchas pieles que ostente, sigue siendo vista como una negra más.
La banda mata el tiempo entre conversaciones e improvisaciones. Allí destaca Levee, el joven trompetista, pícaro y verborreico, que acaba de estrenar unos zapatos de postín con el dinero que ha ganado en los conciertos y también en las cartas frente a uno de sus compañeros.
Un tipo anárquico que sabe que sólo está de paso ya que no se siente cómodo con esa forma de vida, supeditado a las disposiciones de “la jefa” y en la que todo está calculado y supeditado a la decisión de ésta, no permitiéndose la improvisación o el debate artístico. Precisamente uno de los principales conflictos será como grabar el tema Black bottom, si siguiendo la versión de Ma Rainey o la más marchosa que propone Levee y con la que se pretende conectar con un público más amplio, joven y con ganas de divertirse con los nuevos ritmos que ya empiezan a popularizarse en Harlem, Detroit o Washington.
Un choque de personalidades e impulsos creativos que entran en ebullición cuando Ma Rainey aparece con su joven amante y con su sobrino tartamudo, el cual pretende que sea el que dé el paso a la grabación, para desesperación del representante de Ma y el jefe del estudio, los únicos blancos presentes en ese lugar. Una sala en la que durante una jornada confluye el microcosmos del miedo, resentimiento y dramas que ocurren allí fuera.
El conformismo de unos, que se amparan a fuerzas exteriores como la religión para así poder seguir adelante, frente a otros que saben que, aunque tengan que agachar la cabeza u ofrecer una sonrisa, consideran que han aprendido a cómo tratarlos y sólo esperan a que llegue su momento para conseguir su objetivo. Es lo que ocurre con un Levee que intenta vivir la vida al máximo, con unos zapatos nuevos o flirteando con la chica de Ma, porque sabe que las cartas de la vida no están repartidas para todos por igual y, todavía afectado por la deshonra y venganza llevada a cabo por su padre sólo por el hecho de querer prosperar cuando él sólo tenía 8 años, uno sólo puede fiarse de sí mismo y de la seguridad en sus posibilidades y de lo está convencido que puede aportar al mundo.
Quizás por eso “La madre del blues” sí que respira esa violencia latente entre los propios miembros de la comunidad negra, esa fragmentación y división que lleva a que al final los blancos son siempre los que salen ganando, no sólo por su posición de poder y autoridad, sino por el hecho de jugar con los miedos e inseguridades de éstos. Una Ma Rainey que se siente vieja y sudorosa tiene miedo a perder su sitio porque, por mucho dinero que haga ganar a los blancos, ella nunca será vista como una igual, habiendo visitado sólo la casa de su representante cuando tuvo que cantar en el cumpleaños de su hija, sufriendo además la incertidumbre de lo que puede suponer en su carrera la llegada de nuevas voces y ritmos, como es el caso de Bessie Smith, artista que fue una de sus alumnas aventajadas.
Algo parecido ocurre con Levee que se aferra con uñas y dientes a la vida y a sus sueños porque sabe que la otra alternativa es ser un muerto de hambre o un músico segundón eclipsado por la personalidad o fama de otro con más suerte, lo que le lleva a la insistencia con el jefe del estudio para que éste escuche las canciones que ha compuesto.
“La madre del blues” no es una cinta sobre la grabación de un disco, ni tampoco un biopic sobre la artista real Ma Rainey, pero sí que lo es sobre la lucha por conseguir una oportunidad, o simplemente una palmadita en la espalda, un reconocimiento en un mundo de blancos en el que los negros son considerados las sobras.
Ni los taxis se paran para recoger a Ma, por mucha superioridad con la que ella ande por la calle, ni el joven Levee podrá ver cumplidos sus anhelos, aspiraciones que se deterioran como esos zapatos inicialmente inmaculados que representan el optimismo y la energía del trompetista y que acaban manchados por la desesperación y la frustración de unos sueños raídos por la fatalidad del destino. Sin tener presencia durante toda la película sólo por el momento final se capta esa moraleja; los blancos siempre ganan porque, aunque escuchen la música de blues y no la entiendan, ellos son los que termina marcando el ritmo simplemente por ostentar su posición de poder.
“La madre del blues” se erige como uno de los títulos más destacados de esta temporada por méritos propios. Todo un canto de frustración encerrada que hace justicia a la obra de August Wilson que, por dos de las diez obras que formaron su saga “The Pittsburgh Cycle”, ganó el Premio Pulitzer en 1987 y 1990. La cinta respira ese aroma teatral en la dirección de George C. Wolfe, algo impersonal pero eficaz, dramaturgo que debutó en el cine con el drama romántico “Noches de tormenta” (2008) y que ganó el Tony por la dirección de “Angels in America” en 1993.
Por supuesto toda la atención se la llevan sus actores, entre ellos una Viola Davis que en los escasos números musicales es doblada en las notas más altas pero que muestra ese carácter vehemente y arisco de gran diva con una coraza propia construida por los años y también de cierto Síndrome del Intruso. Rainey fue una de las pioneras en grabar blues, calificado como urbano pero con herencia clásica asemejando su canto a un lamento, acompañada de piano o grupos de jazz realizando giras y siendo una influencia para figuras como Ethel Waters, Billie Holiday y Bessie Smith.
El trabajo de Viola Davis es todo lo bueno que cabe esperar de ella, dando alma a todo lo vivido por su personaje hasta ese momento con suma facilidad, pero el corazón de la película pertenece a otra persona ya que incluso se podría pensar que podría haber sido postulada como actriz de reparto teniendo en cuenta el tono coral de la cinta teniendo también mucha importancia el resto de miembros de la banda compuesta por el pianista Toledo (Glynn Turman), la trompa Cutler (Colman Domingo) y el bajo Slow Drag (Michael Potts).
Eso sí, se echa de menos mayor interacción entre la banda y una Ma Rainey que, con su séquito, muestra ese distanciamiento fruto de su divismo y que, en parte, resta algo de potencial a una cinta que llega a lo más alto cuando todos los personajes están en plena sesión de grabación en vez de matar el tiempo entre las largas esperas propio del origen teatral de la obra.
El triunfo de la película se lo lleva Chadwick Boseman haciendo gala de un talento y carisma a raudales y una energía contagiosa a través de tres escenas que son carne de todo premio. La primera en la que narra su drama familiar, la segunda cuando cuestiona el papel de ese Dios al que muchos dirigen sus plegarias y que no acude cuando se le necesita y la tercera dentro del clímax final de la película en la que esa rabia contenida frente a los blancos acaba teniendo consecuencias con sus propios compañeros fomentando esa desunión y esa espiral de autodestrucción aupada por la discriminación congénita que todavía se respira día a día en un país que por un paso que avanza da varios hacia atrás.
Un deleite actoral que demuestra lo duro que fue su pérdida para el cine contemporáneo ante un actor de semejante calibre y que, seguramente, es junto a Heath Ledger y Philip Seymour Hoffman el valor interpretativo que más echaremos de menos en el futuro. En una carrera al Oscar de mejor actor ajustada entre Anthony Hopkins (“El padre”) y él, el voto emocional puede ser decisivo para inclinar la balanza con todo el simbolismo que ha arrastrado su figura desde que se conoció su muerte y que aquí actúa con un brío casi testamentario, alternando desgarro y vitalismo, en la que tanto el actor como el personaje se agarran a la vida, a su independencia como artistas y a la luz que ofrece la posibilidad de contar con la oportunidad aunque sea lo último que consigan.
“La madre del blues”, una magnífica película, rabiosa y pertinente, corta en duración y primorosamente resuelta, se estrena en Netflix el 18 de Diciembre y aspira a ser la tercera opción de la plataforma para conseguir la nominación a mejor película si ya contamos con los últimos trabajos de Fincher y Sorkin con plaza bastante asentada. Además de las opciones claras de actor (Chadwick Boseman) y actriz (Viola Davis) hay que tenerla en cuenta también en otros apartados como dirección (George C. Wolfe), guión adaptado (Ruben Santiago-Hudson), fotografía (Tobias A. Schliessler), música (Branford Marsalis), montaje, diseño de producción, vestuario, maquillaje y peluquería y sonido.
Nacho Gonzalo