Conexión Oscar 2020: Festival de Toronto (I): “Honey boy”, “El faro”, “Sinónimos” y “37 seconds”
Querido Teo:
El Festival de Toronto ha arrancado una nueva edición con la confianza de que la gran maquinaria en la que se sustenta todo trabaja a pleno rendimiento durante todo el año para llegar a sus días más importantes sin ningún fallo. Voluntarios que hacen el día a día más agradable, una organización y logística envidiablemente engrasada y el ánimo de un gran número de público, industria y prensa acreditada que viene de muchas partes del mundo para vivir lo que es tradición estos días en la ciudad que nunca duerme de Canadá, el ser una pieza fundamental en el tablero de la carrera al Oscar al ser el lugar en el que buena parte de las fichas de la partida encuentran aquí su bautismo. Pero no sólo se ven en Toronto películas con potencial de Oscar sino que también otras tantas que proceden de previos festivales y que aquí se pueden recuperar. "Honey boy" de Alma Har’el y “El faro” de Robert Eggers serían las películas más aspiracionales mientras que “37 seconds” de Hikari y “Sinónimos” de Nadav Lapid entran en el segundo grupo al venir del pasado Festival de Berlín.
"Honey boy" tuvo su primera parada en el Festival de Sundance 2019 donde ya despertó interés meses después de que se anunciara un proyecto tan interesante como peculiar y arriesgado y que no consistía en otra cosa que en tener a un Shia LaBeouf (con el seudónimo de Otis Lord) presentando un guión nacido de las experiencia de su propia vida, especialmente la relación mantenida con su padre, un alcohólico y drogadicto abusador veterano de la Guerra de Vietnam que no quería más que sacar tajada de la fama de su hijo mientras malvivía como payaso en espectáculos de rodeo.
Shia LaBeouf no se atrevió a tomar las riendas de un proyecto tan personal en la dirección (confiando en Alma Har’el que ya estuvo detrás del videoclip de Sigur Rós en el que apareció el propio LaBeouf en 2012) pero sí que lo hace en el guión e interpretando a su propio padre, Jeffrey Craig LaBeouf, un pelele de mala muerte que malvive con su hijo y que le imprime una educación basada en el mal ejemplo de su progenitor lo que, junto a una infancia marcada desde el principio por audiciones y los caprichos de la industria, convirtió a este hijo único de padres separados en víctima desestabilizada de una vida marcada por una montaña rusa de fama y adicciones varías. En esta ocasión la cinta parte de un joven que se encuentra rodando una película de acción y sus vertiginosos días de sexo, mentiras y cintas de vídeo hasta que, debido a un accidente de tráfico que pone en juego su vida y la de una chica, decide ser tratado en un centro de desintoxicación, lugar desde el que intentará poner orden en su vida aunque ello implique reabrir heridas, recuerdos y traumas del pasado.
“Honey boy” es una valiente, potente y demoledora catarsis por parte de Shia LaBeouf, sensible o dura según tenga que serlo en cada momento, sobre lo que han sido sus propias vivencias como juguete roto tras una niñez y juventud absorbida por una industria deshumanizada y un padre tóxico, del que es a la vez dependiente pero que también le genera una mala referencia para el futuro. Es innegable que LaBeouf con este trabajo pretende reivindicarse a todos los niveles y, como el protagonista de la película, partiendo de esa clínica de desintoxicación que él frecuentó y en la que este proyecto surgió como terapia, intenta fortalecerse emergiendo de su pasado para que sea valorado como el artista y creador que aspira a ser alejado de sus excentricidades, borracheras y años de fama en la saga de “Transformers”. LaBeouf es desde hace tiempo un actor que salta al vacío pero con la conciencia de que caerá de pie ante el innegable carisma y talento actoral que ha demostrado en “Corazones de acero” (2014), “American honey” (2016) o “Borg/McEnroe” (20179. Shia LaBeouf se permite brillar como actor tirando de caracterización y sustentando la fuerza de la cinta en los diálogos e interacciones que mantiene él como padre con su hijo logrando hacer auténtica esa compleja relación, entre vicios, melancolías, sentimiento de fracaso y la ambivalencia de lo que es quererse pero también dañarse, y que él ahora desde el cine siente desde el otro lado. Lucas Hedges interpreta al LaBeouf de 2005 (en un momento de tocar fondo) y está al nivel habitual de un actor ya imprescindible para el Hollywood actual mientras que el que se erige como un prodigio de la naturaleza es un intuitivo y magnético Noah Jupe que es el absoluto protagonista de la cinta y que confirma la revelación que demostró en sus personajes en “Wonder” y “Un lugar tranquilo”. Una pena que Amazon no confíe mucho a priori en una cinta que bien debería pesar, al menos a nivel interpretativo, en los premios de esta temporada.
Proyectada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, lo que provocó que siendo considerado uno de los mejores títulos de la edición pocos repararan en ella, hemos podido recuperar "El faro", lo último del director de “La bruja”, Robert Eggers. Lo hace con una cinta que es soledad, locura, alcohol y gaviotas. Un ejercicio teatral, pictórico y asfixiante sobre el descarrile de la mente humana ante la angustia de vivir anclado en un lugar inhóspito en lo que no es más que una condena en vida, por muy digno que sea el oficio de farero que asumen los dos personajes en una remota isla en el Maine de finales del siglo XIX. Un blanco y negro que transmite gelidez, terror íntimo y una continua sensación de inquietud para una cinta plástica, sensorial y barroca en su austeridad por lo grotesco y excesivo de algunas de sus escenas que, por otra parte, hace que el espectador hasta huela el alcohol que corre por las venas de estos tipos, los fluidos y ventosidades que emiten al exterior, el viento amenazante y acuciante, la salubridad del mar y la presencia de unas gaviotas que todavía llevan más a estos personajes a sus propios límites.
La cinta no necesita más que de esa atmósfera y de dos actores en estado de gracia para construir un relato digno de la crónica negra del mejor maestro del gótico en el que una naturaleza desatada y la mirada tan personal como alucinatoria del director hacen el resto. Y es que, a pesar de todo, Eggers no oculta sus referencias al cine de Hitchcock, Fassbinder, Corman o Tarr, heredera en su forma del cine mudo y el expresionismo alemán, sobre ese crujir de la madera, chimenea al fuego y conversaciones que llevan a traspasar todo límite propio para mantener la convivencia. Todo con un apabullante y medido factor del sonido. Y es que una de las cosas más interesantes de la película es ese contraste generacional a la hora de encarar un oficio, entre el veterano ermitaño de vuelta de todo, y de conductas y andares con los que ha adoptado más la forma de un simio o un sabueso, entre gritos, ramalazos de violencia y pedorretas, más que el de una persona acostumbrada a la convivencia, y el joven que poco a poco va impregnándose de esa desesperante y desesperanzadora catedral de los horrores.
El duelo de Robert Pattinson y Willem Dafoe es para poner en escuelas y digno de películas en los que se exige algo más que una buena interpretación para transmitir al espectador y enfrentarse a otro titán interpretativo. Es transpirar de una manera tan técnica como irracional que es lo que convierte al actor en un animal de la escena, rol al que los personajes van derivando y que exige un esfuerzo y un dominio de los tempos, las miradas, el tono de las palabras y la expresividad del cuerpo entre el equilibrio y la rotundidad, algo que se plasma en el viaje psicológico del personaje de Robert Pattinson (por si a alguno le quedaba duda de la estupenda carrera que está teniendo a sus espaldas) y en la presencia de un Willem Dafoe que atesora en este personaje su presencia actoral aumentada en este caso por la vena asalvajada, excéntrica e imprevisible propia de un Klaus Kinski. El tono bizarro de género que adopta una cinta angosta tanto en tratado psicológico como en pulcritud y exquisitez fílmica quizás le haga ser algo esquiva para los grandes premios pero el duelo en el que se ven inmersos Pattinson y Dafoe entra en la antología interpretativa vista en no muchas ocasiones y que se puede comparar con los recitales de “La huella” (1972) o “The master” (2012) y que ya dieron sendas nominaciones al Oscar a sus actores.
Con el aval del Oso de Oro del Festival de Berlín hemos visto "Sinónimos", la cinta de Nadav Lapid que presenta a un joven israelí (un Tom Mercier que desde el minuto uno demuestra que lo suyo va a ser un trabajo muy físico y sin cortapisas) que llega a París con el fin de convertirse en ciudadano francés lo antes posible y renunciar a sus orígenes, considerado por él tanto una losa como un deshonor, mientras cuenta con la ayuda de un diccionario y de una joven pareja, renunciando a la lengua hebrea y a su familia. Una cinta cínica, antipática e inclasificable por tener a unos personajes sin ningún atisbo de empatía y por un director que, partiendo de experiencias personales de él mismo, logra destacar más por segmentos que en conjunto destacando escenas particularmente potentes como la del inicio en la bañera o aquella que lleva al protagonista a unos cursos para adaptarse a la cultura y sociología francesa pero también otros sonrojantes como la prueba fotográfica como modelo (que recuerda a la escena simiesca de “The square”) o la furiosa rebelión ante la orquesta en la que la chica que le ayuda toca el oboe.
Una película irregular, imprevisible e indomable que profundiza en las partes más oscuras de la inmigración, el desarraigo y el hecho de que la adaptación de unos y otros no sea tan conciliadora como invitan las actuaciones más bienintencionadas. Lo que empieza como una réplica de "Soñadores" en la Francia actual, con un triángulo de personajes en el que la sugerencia y la ambigüedad sobrevuela el ambiente, se convierte en un recorrido algo cansino, obvio y complejo sobre la doble moral de la inmigración, la burocracia y la perversión del sistema. Quiere abarcar demasiado y ese es el problema de una cinta que bebe mucho de la Nouvelle Vague, especialmente de Godard y su "La chinoise" (1967), siendo más interesante la relación entre los personajes, los límites de la generosidad que plantea a nivel personal y profesional a la hora de fundamentar una amistad o simplemente un compromiso de ayuda, que el contexto político que narra y la desubicación del personaje.
También de Berlín, y con el Premio del Público de la sección Panorama bajo el brazo, hemos visto “37 seconds” de Hikari, una historia de iniciación resultona y llena de ternura y fábula sobre una joven con parálisis cerebral que descubre que será mejor artista (trabaja como ayudante para una diseñadora de mangas y youtuber que le arrincona y sólo cuenta con ella para hacerle el trabajo sucio) simplemente abriéndose a la vida venciendo las dificultades físicas de su condición, la condescendencia de unos y la sobreprotección de otros lo que le llevará a conocer nuevas personas, sensaciones, retos profesionales y su propio origen familiar (a lo que hace referencia el título) llevándole a lugares y límites que nunca hubiera sospechado superar. Una cinta sensible pero no tonta que llena de humanidad pero también de verdad (sin edulcorantes que convirtieran a este personaje en una heroína frente a intransigentes arquetípicos) una trama sencilla pero bien hilvanada sostenida en todo momento por el alma de la cinta, que no es otra que la protagonista Mei Kayama que aborda su personaje con el encanto, una sonrisa que desarma, determinación y el realismo de ella también padecer esta discapacidad.
Nacho Gonzalo