Coleccionable Stephen King: Una manera de escribir
Querido Teo:
Es frecuente encontrar decenas de artículos donde se dice que King escribe todos los días con la disciplina de un soldado, menos en Navidad, el 4 de Julio y el día de su cumpleaños. No es cierto. Es sólo un detalle de colorido que King pensó que le serviría a un periodista para hacer más interesante una entrevista. cuando escribe lo hace todos los días, y en los periodos en que no lo hace, se va cargando lentamente de nervios e insomnio. Dedica las mañanas a escribir lo nuevo que tenga entre manos. Se pone ante su Mac, cierra la puerta de su despacho y pone música, casi siempre grupos de rock a buen volumen. Después de comer suele tumbarse un rato a descansar, sobre todo desde el grave accidente en el que fue atropellado durante uno de sus habituales paseos por los caminos cercanos a su casa.
Las tardes las ocupa con la familia y los amigos, cuando no hay en la tele algún partido de los Red Sox. La última hora la dedica a leer, una media de 60 libros al año, y a revisar cosas ya escritas. Si tarda más de tres meses en terminar la primera redacción siente que se aleja del argumento y los personajes pierden espontaneidad, aunque ha escrito libros en menos de un mes o en más de un año, pero por lo general no se levanta, o no lo hace satisfecho, si no logra terminar diez páginas al día, es decir, dos mil palabras.
Cuando le preguntan sobre su actitud ante la pantalla en blanco, y se lo preguntan medio centenar de veces al año, siempre responde gráficamente que su única preocupación es poner una palabra detrás de otra y que vayan encajando. Es su manera de indicar que no suele tener tramas o argumentos cerrados cuando comienza, aunque lo haya hecho en algunas ocasiones. Al hablar de las palabras, no es raro que cuente una de sus anécdotas literarias favoritas, que no es cierta pero que ejemplifica las dificultades del escritor en la persona de Joyce.
“Dicen que fue a verlo un amigo y encontró al gran hombre medio caído sobre el escritorio, en una postura de desesperación total. —¿Qué te pasa, James? —le preguntó el amigo—. ¿Es por el trabajo?. Joyce hizo un gesto de aquiescencia sin levantar la cabeza para mirarlo. Claro que era el trabajo. ¿Podía haber otra razón?. —¿Hoy cuántas palabras has hecho? —prosiguió el amigo. Joyce (desesperado, echado aún de bruces en el escritorio) dijo: —Siete. —¿Siete?. Pero James... ¡Si está muy bien, al menos para ti! —Sí —dijo Joyce, decidiéndose a levantar la cabeza—, supongo... ¡Pero es que no sé en qué orden van!”
King nunca enseña nada a nadie sin haber terminado la primera escritura y, aunque tocará el texto una docena de veces antes de publicarlo, una vez terminado el primer original lo guarda y sigue un rito de celebración personal. Se toma unas vacaciones o empieza otro asunto diferente y no vuelve a mirar el libro hasta por lo menos mes y medio más tarde.
Regresa a él para la primera revisión, y hará otras tres antes de darlo por acabado. Su mujer, Tabitha, también del oficio y autora de algunos libros de temas variados, suele ser la primera en leerlo. Para la segunda revisión, que King considera la más relevante, ya ha acumulado las opiniones de su “grupo de apoyo literario”, media docena de personas de profesiones diversas. Al margen de sus comentarios, sigue una fórmula aprendida a los 19 años. Recibió entonces un comentario manuscrito en una de las notas de rechazo, acumuladas en el clavo de su pared, que cambió para siempre su manera de enfocar las revisiones. “No es malo, pero está hinchado. Revisa la extensión. Fórmula: 2da versión = 1ra versión - 10%. Suerte.” Desde entonces no ha olvidado la fórmula, incluso la copió para pegarla con celo en la máquina de escribir, y cuando se sienta a corregir, afila el machete.
A pesar de la temática de sus obras, no es supersticioso y no atesora manías. Pero siente un aprecio especial por su escritorio. King ha escrito en los lugares más variados, desde el escritorio ante el que murió Kipling en un hotel de Londres, hasta en la mesa plástica de la caravana donde vivió algún tiempo con su familia. Soñó muchos años con tener un escritorio grande de roble macizo, que dominara una habitación. Lo compró a los 34 años, pero acabó por resultarle pesado y ahora trabaja en una mesa hecha a mano y la mitad de grande que el “tiranosaurio anterior”. Está instalada al fondo de su despacho, mirando al oeste, acogida artísticamente por la inclinación del tejado. Le recuerda a su habitación de los doce años, donde comenzó su sueño de escritor.
Carlos López-Tapia