Coleccionable Stephen King: El primer cuento
Querido Teo:
King recuerda haber escrito su primer cuento propio y original, cuando estaba a punto de cumplir nueve años. Vivía con su madre y su hermano mayor Dave en un pueblo de poco más de 500 habitantes llamado Duhram, en el condado de Maine. La casa familiar era un piso modesto, tanto como los pocos recursos que podía aportar su madre. A quince minutos de su casa estaba el mundo de aventura que suponía un terreno enorme que hacía pendiente, que a los hermanos de ocho y diez años les parecía un auténtico bosque, con un depósito de chatarra al fondo y una vía de tren cortándolo en dos. Su hermano y él lo llamaban "la selva”. “Es uno de los lugares adonde siempre regresa mi imaginación, una presencia recurrente en mis novelas y cuentos, aunque le cambie el nombre", cuenta el propio King.
El que lo mantenga como uno de sus paisajes mentales para situar algunas de las acciones de sus historias se debe también a que fue el lugar donde sufrió uno de esos accidentes infantiles que no se olvidan jamás. "La primera vez que lo exploramos era verano y hacía calor. En plena exploración me acometieron unas ganas irreprimibles de ir de vientre. Nuestra casa estaba a media hora o más, y Dave no tenía ninguna intención de renunciar a un tiempo tan esplendoroso para el juego, sólo porque su hermano pequeño tuviera que cagar. Mi impresión es que no me quedaba alternativa. Además, me encantaba la idea de cagar como los vaqueros. Ni corto ni perezoso, adopté el papel de Hopalong Cassidy de cuclillas entre los arbustos con la pistola en la mano, para que no me pillaran desprevenido en un momento tan íntimo. Acto seguido hice mis necesidades y, siguiendo las indicaciones de mi hermano, me limpié el culo escrupulosamente con puñados de hojas lustrosas y verdes. Resultaron ser ortigas. A los dos días lo tenía todo rojo como un tomate, desde detrás de las rodillas a los omóplatos. Mi pene se salvó, pero mis testículos se convirtieron en dos semáforos. Tenía la sensación de que me escocía el trasero hasta la caja torácica, pero lo peor era la mano que había usado para limpiarme: se hinchó como la de Mickey Mouse después de haberle dado un martillazo el pato Donald, y en la unión de los dedos aparecieron ampollas gigantescas. Al abrirse dejaron círculos rosados de carne. Me pasé seis semanas tomando baños de asiento en agua tibia con almidón, sintiéndome deprimido, humillado y estúpido".
Ya recuperado, King estaba con su madre en la cocina del pequeño piso mientras esta se entretenía colocando cupones de descuento en una cartilla. Los S&H Green Stamps, eran unos sellos verdes que acompañaban a determinados productos y, tras completar las cartillas donde se pegaban, podían canjearse por premios. Tras un comentario sobre la gran cantidad de sellos que era necesaria para un regalo que deseaba hacerle a su hermana, la madre interpretó humorísticamente el inconveniente bizqueando y sacándole a su hijo la lengua. Stephen vio que la tenía completamente verde.
El niño pensó que estaría muy bien poder fabricarlos en el sótano de su casa y se puso a escribir un relato breve que tituló "Happy Stamps". El protagonista era un desgraciado, que ya había sido detenido por falsificar dinero, y que quiere dar una alegría a su madre falsificando miles de esos cupones. Por una razón desconocida los falsos sellos cambian de color si se humedecen con otra cosa que la saliva humana. El falsificador terminará en su sótano ante un espejo. Sus labios son rosas. Asoma la lengua y todavía está más rosa. Hasta empiezan a ponérsele rosa los dientes. La madre lo llama y, con gran alegría, le explica que acaba de hablar por teléfono con la Green Stamps y que le han dicho que por 11.600.000 cartillas es casi seguro que podrían conseguir una casa de estilo Tudor. El personaje deja de mirarse al espejo para encarar una montaña compuesta por cientos de miles de sellos que esperan su lengua.
King envió "Happy Stamps" a Alfred Hitchcock's Mystery Magazine. Se lo devolvieron a las tres semanas con una tarjeta estándar de rechazo y un texto breve deseándole suerte con el cuento y un mensaje escrito a mano y sin firmar: "No grapar los originales". Fue la única respuesta personal que recibió del la revista en los ocho años siguientes a todas las colaboraciones que envió. Decidió clavar aquella nota en la pared de su cuarto, empleando un clavo largo y grueso. Lo necesitó durante los años siguientes.
Carlos López-Tapia