Cine en serie: “The Eddy”, la música como sentimiento en las calles de París
Querido Teo:
"The Eddy" se ha estrenado de tapadillo a pesar de ser uno de los proyectos más esperados de la temporada. Damien Chazelle, siempre en los altares por haber creado un clásico musical moderno como "La la land", produce y dirige los dos primeros capítulos de esta miniserie llena de música viva para Netflix que la plataforma tampoco ha apoyado en exceso en promoción en plena época pandémica y la ha lanzado como una más dentro de su vasto y apabullante catálogo.
Desde su concepción “The Eddy” no podía surgir como un proyecto más interesante. Y es que la melomanía de Chazelle está presente ya de manera definitoria tras lo que hemos visto en trabajos como “Whiplash” y “La la land”. Un homenaje al jazz y a la música como celebración tanto en la vida como en la muerte haciendo la función de medicina catártica ante la peor de las suertes. Una historia que se ambienta en un club parisino nocturno donde se tejen las historias escritas por Jack Thorne (responsable de la historia “This is England”, coguionista de la obra teatral “Harry Potter and the cursed child” y ganador de 5 premios Bafta), también productor, y suena la música de Glen Ballard, reputado productor musical nominado al Oscar en 2005 por la canción de “Polar express”.
El desvencijado club nocturno que da título a la serie bien podría el ser la culminación del sueño que tenía el personaje de Sebastian en la película por la que Chazelle ganó el Oscar al mejor director en 2017. Un lugar que es un oasis de libertad, música y ritmos jazzísticos que no es más que un fiel reflejo de esa Francia de la periferia que se aleja de la habitual postal turística con la que se suele ambientar la ciudad en el cine. Una capital del Sena que se mueve en los peligros de la noche, y el frenesí del bullicio y los cláxones durante el día, entre barrios abandonados, choques de etnias, mafias y trapicheos con las drogas. Y es que Damien Chazelle logra aquí lo que fue “Treme” para David Simon, que la música emerja como himno de rebeldía frente al abandono y como canto de unión frente al hecho de seguir vivos y en pie.
“The Eddy” tiene 8 capítulos y dedica cada uno de ellos a uno de los personajes que tienen que ver con el club aunque haya uno que emerja sobre todos. Ese es Elliot (André Holland), propietario de un local montado con su extrovertido socio y amigo de infancia Farid (Tahar Rahim) que se encuentra en un momento de dificultad, no sólo por el trauma familiar que le hizo dejar Nueva York años atrás, sino por los problemas económicos que sufre el local y que le ha hecho estar en deuda con no muy recomendables compañías que le presionan y amenazan siendo incluso confidente de la policía para intentar detener al cabecilla de la red.
Una circunstancia que pone el local al borde del cierre tanto por ello como por una denuncia de contaminación acústica por parte de sanidad. Por si fuera poco tiene que mediar entre las tensiones de una banda que amenaza con disolverse antes de su gran oportunidad en forma de la grabación de un disco o volver a hacerse cargo de su hija Julie (Amandla Stenberg) que, a sus 16 años, se reencuentra con su padre en París ya baqueteada por una vida de alcohol, drogas, abusos por parte de su padrastro y una madre que ya ha tirado la toalla con ella y que ha construido una personalidad de desparpajo escéptico hacia los demás y una necesidad imperiosa de llamar la atención no encajando en el liceo en el que le apunta su padre.
André Holland es uno de los actores que ha ido ganando visibilidad estos últimos años desde su participación en “Moonlight” (2016). Ya sólo en televisión se le ha visto en la sexta temporada de “American horror story” (2016) y en la primera temporada de “Castle Rock” (2018). En cines “Un pliegue en el tiempo” (2018) y, sobre todo, “High flying bird” (2019), la cinta de Steven Soderbergh para Netflix sobre el mundo del baloncesto. “The Eddy” se apoya en su profunda y expresiva mirada, aquella que refleja hacia el exterior el alma de una persona rota y compleja en la que sólo la música es un bálsamo de paz frente a los problemas transmitiendo con ella una gran verdad, honestidad y empatía hacia el espectador.
Un arma interpretativa con la que Holland consigue el mayor poso emocional de una serie fascinante en su discurrir en la que su contención en ningún momento va reñida con la emoción. Un Elliot que desprende con su amargura, y su reconocido egoísmo y perfeccionismo artístico, una honda ternura dando brazadas en el mar abierto que es la vida contra el oleaje que amenaza hacerle repetir los errores del pasado con el peligro que supone que vayan desapareciendo de su vida las personas y cosas que le hacen seguir resistiendo a flote.
Además de la estupenda Amandla Stenberg (“El odio que das”) en el papel de Julie, una chica cuya rabia por la vida se traduce en meterse en problemas y ser incapaz de tejer relaciones sanas con los demás, hay que destacar el trabajo de Joanna Kulig (“Cold war”) en el papel de Maja, la cantante que lidera el grupo que toca todas las noches en el club y que arrastra problemas con el alcohol, una madre casquivana y una relación tormentosa llena de altibajos con el propio Elliot, que le hace sentir menos valorada de lo que ella supone realmente para él y que le provoca pensar que sea el momento de aceptar una tentadora oferta profesional haciendo coros a un cantante francés de prestigio en una gira europea.
En la vertiente femenina también destaca Leïla Bekhti como Amira, un personaje que saca fuerzas de flaqueza ante los golpes que le ha dado el destino y que vuelve a estar emparejada en la ficción con Tahar Rahim, casados en la vida real, 11 años después del éxito de “Un profeta”. Una mujer que ha encontrado en la música que ama su marido, y en el ecléctico grupo de amigos que éste ha formado, el mejor refugio y apoyo en los peores momentos.
También encontramos a otros personajes en los que se centra cada uno de los capítulos como el dedicado a Jude (Damian Nueva), el contrabajista de la banda, uno de esos músicos de aire despreocupado que, aun así, lleva a cuestas el reencuentro con una ex novia a punto de casarse y que se encuentran en un momento en el que las heridas de la relación de ambos vuelven a reabrirse justo cuando parece que cada uno va a tener que emprender un camino definitivo en sus vidas dejando atrás por siempre lo que sintieron en su momento.
O el joven Sim (Adil Dehbi) que, además de iniciar una relación a trompicones con la hija de Elliot, es el típico joven musulmán de la periferia parisina que vive con su abuela enferma y que acumula trabajos para salir adelante, entre ellos en la barra del club, intentando abrirse paso modestamente en el mundo de la música con la nobleza como único antídoto frente a la posibilidad de caer en la vertiente más peligrosa de su ya complicado entorno.
Aunque protagoniza uno de los capítulos que se pueden considerar “valle” dentro del desarrollo de la serie, el dedicado a Katarina (Lada Obradovic) va encajando las piezas hacia el final y nos presenta a la batería del grupo, una solitaria y excéntrica joven que se hace cargo de su padre enfermo mientras espera algún subsidio por parte de la Seguridad Social para poder hacer frente a sus cuidados mientras descubrimos qué papel juega en todo lo relacionado con Elliot, Farid y la situación económica del club.
“The Eddy” es una serie densa y que no encierra ese carácter de conexión con un público popular que encontrarán los que lleguen a la serie por ser ésta lo nuevo del director de “La la land”. El canadiense ha planificado una serie que es un gusto exquisito orientado a los melómanos, a pesar de no sobrecargar con largos momentos musicales, y para aquellos que les gusta ver un trozo de vida sin artificios con ecos a verdad y en el que hay pisos de alquiler destartalados y gente que no llega a final de mes. Las calles del París sombrío de “The Eddy” no son ajenas a ese espíritu bohemio y rebelde que transmitía la Nouvelle Vague así como el verismo descarnado de las series más recordadas de David Simon en el que policías, traficantes, músicos y el crisol de etnias, culturas y tradiciones confluyen en una sinfonía que como el jazz encuentra la armonía en sus diferentes estilos, ritmos e impulsos creativos.
Un París multicultural, sucio y doliente que se patea y se recorre en motocicleta en el que el trabajo lumínico del director de fotografía Julien Poupard se antoja fundamental para conformar ese conjunto tan envolvente y definitivo, en el que la cámara ágil se pega a los rostros de los personajes de manera frenética pero sabiendo que su baza no es mostrar la adrenalina propia del género de acción sino llevarnos a los poros de lo que sienten estas almas atormentadas con su obsesión por la música, siempre viva, dinámica y en movimiento, abrazando convergencias con otras variantes pero siempre como oxígeno que favorece seguir respirando. Una serie de esas que parece que no cuentan nada pero que, en verdad, hablan de tanto sabiendo apreciar al máximo el más pequeño detalle o movimiento anecdótico y que, sin necesidad de grandes alharacas, impiden que tus ojos dejen de prestarle atención.
No es sólo que Damien Chazelle ruede y planifique como los ángeles, algo que ya ha demostrado cono creces, sino que también nos lleva con una enorme habilidad a unos suburbios en los que la pasión por la música es el idioma común e integrador frente a cualquier diferencia. Y entre actuación y actuación a lo largo de cada noche momentos de vida como un camino por las peores barriadas en busca de drogas, el reencuentro a puerta cerrada de una madre con el cuerpo de su hijo asesinad, o o una fiesta musical en una terraza para celebrar la existencia de los que han pasado por nuestra vida, haciéndola mejor, y que ya no volverán más. Y es que esa banda representa a esa familia que se genera con el tiempo por afecto e intereses comunes, independientemente de los de sangre, y que el personaje de Elliot, y todos los que rodean la noche rodea al local, tienen como asidero el cual no se pueden permitir perder.
Damien Chazelle sigue firme en su carrera como el maestro de la generación “millennial”, revertiendo la narración clásica para hacerla fresca y fascinante. Tras la adrenalina de “Whiplash”, la nostalgia por los sueños de “La la land” y la épica humanista de “First man”, lo que se logra en “The Eddy” es un ejercicio de virtuosismo verista en un homenaje a la música auténtica, la que emerge de sus calles, de las historias que allí ocurren y de los sentimientos de los que las pueblan.
Nacho Gonzalo