Cannes 2019: La supervivencia de la clase obrera y la precariedad laboral en una contundente y necesaria radiografía de Ken Loach
Querido Teo:
Ken Loach ha vuelto al que es su festival en la que ya es, y se dice pronto, su 14ª participación en la sección oficial de la que ya ha salido ganador en dos ocasiones con las Palmas de Oro de "El viento que agita la cebada" en 2006 y "Yo, Daniel Blake" en 2016. En "Sorry we missed you" se ofrece el perfecto resumen del espíritu del cine de Ken Loach de los últimos 15 años. Un director condenado a dividir por lo espinoso pero auténtico de los temas que trata y que garantiza división volviendo a golpear con el desencanto de una familia obrera que sólo se tiene a ellos para sacar la cabeza en esa lucha en contracorriente de las directrices de un sistema cada vez más clasista. En su sencillez Loach lleva a cabo una radiografía amplia de temas como el fracaso escolar, los trabajos basura, la deshumanización empresarial y los falsos autónomos en la era de UBER y GLOVO, los cuidados en la vejez y el desarraigo afectivo fruto del sacrificio y que lleva a los padres a saber que no pueden pedir mucho de sus hijos ante el futuro incierto que les proponen y los pocos recursos que como ente familiar pueden destinar a más allá de vivir el día a día.
"Sorry we missed you" podría considerarse una de las película más redondas del tándem de Ken Loach como director y Paul Laverty como guionistas de entre las que nos han llegado en la última década. Todo a través de una familia que convive con la crisis desde que la burbuja explotara en 2008 siendo la condena definitiva para una clase obrera maltratada tradicionalmente y que ya, en el Reino Unido de los 80, había sufrido los palos del thatcherismo. Lo que iba destinado a ser una familia de clase media, compuesta por el matrimonio, dos hijos y una cómoda residencia con trabajo estable para unos y educación de calidad para otros, queda en nada cuando tienen que malvivir encadenando trabajos basura para llegar a fin de mes y no poder permitirse el vehículo familiar. Algo que sufrirá la mujer cuando tenga que desplazarse en autobús para cubrir las largas distancias que van entre los domicilios de los ancianos y enfermos a los que cuida mientras que, por su parte, él encuentra la oportunidad de trabajar como falso autónomo utilizando una furgoneta y trabajando como repartidor de diversos encargos a domicilio sin cobertura médica y sin el pago de las horas extras. Ser el propio jefe, en teoría, pero siendo penalizado por otro cuando no acudes a trabajar por fuerza mayor para el que, además, se trabaja en exclusiva. Curiosa esta polémica figura laboral que Loach y Laverty reflejan con mano maestra y que ha surgido fruto de la codicia de unos y la necesidad de los otros.
El nuevo trabajo de Ken Loach puede desesperar a aquellos que suelan criticar su vertiente de denuncia a la hora de reflejar a la clase obrera pero no se puede negar que sigue fiel a sus ideas y a una personalidad combativa que entiende el cine como mecanismo de denuncia, de rebeldía y conciencia. Y es que, a pesar de ofrecer un cine de marcado carácter británico, siendo inherente en él ambientarlo en ya esos inconfundibles barrios periféricos alejados de toda pretensión turística, su mensaje es más universal que nunca a la hora de narrar el juego que proponen los poderes económicos a la hora de participar en la partida. Ello sin renunciar a los guiños que son marca de la casa como el hecho de que aparezca un perro con tres patas o, por otro lado, se aproveche la mínima para tener una conversación futbolística entre fans de distintos equipos (aquí a colación de esa dualidad cada vez más arraigada entre los dos equipos de Manchester). La cinta abruma por su cotidianidad y su denuncia punzante que no entiende de condescendencia y que incluso fuerza el mensaje didáctico con un acto final, quizás, demasiado desesperado a la hora de reforzar el mensaje. Hasta llegar allí un retrato auténtico, claro y directo que va "in crescendo" y que ofrece un triste mensaje sobre el precio a pagar para seguir formando parte de una rueda de la que puedes quedar excluido.
Brillante y potente en su premisa, más cuestionable en algunas de las formas a la hora de subrayarlo, pero que nos gana definitivamente con unas interpretaciones de los cuatro actores que sirve para mostrar el problema desde diferentes posiciones, perspectivas, edades y bagajes y que van desde el padre trabajador y sacrificado, la madre paciente y abnegada, el adolescente perdido en el momento clave para ser un bala perdida o redirigir esa rabia al arte o a algo constructivo y al que ya no se le puede vender el seguir estudiando como una garantía de algo, y la niña que desde su inocencia intenta ser la luz que les haga seguir creyendo que en la vida siempre tiene sentido seguir hacia adelante. Una vez más Ken Loach da su clase magistral, más o menos acertadamente, formulaicamente o no, pero siempre lúcido, claro y necesario.
En la Quincena de Realizadores siempre se encuentra alguna joya oculta, teniendo que lidiar con el hecho de ser un apartado engullido entre la sección oficial y Una cierta mirada. Ha sido el caso de "Sólo nos queda bailar" de Levan Akin, cinta georgiana que se adentra en el despertar sexual del joven Merab, avanzado estudiante de danza especializada en la cultura de aquel país, todo un tributo a la tradición y la masculinidad con movimientos tan tribales como refinados, que se adentra en la forma de vivir y educar en aquel país. Una vida como la de Merab parece marcada por el hecho de no decepcionar a los suyos ni a su tierra aunque eso le haya supuesto renunciar a lo que siente uno mismo. Cuando en el grupo de personas con los que ensaya entra un nuevo compañero eso le supone todo un replanteamiento de lo que el mismo ha sido hasta el momento dejándose llevar por esa atracción que de furtiva y puntual pasa a dejarle una profunda huella en su definición como persona. Una elegante y profunda película gracias al viaje emocional de su protagonista, un sorprendente, enérgico y sensible Levan Gelbakhiani que arrolla con su carisma y debate interno como un bailarín de danza ancestral en un país de plenos contrastes y que nada frente a la represión y la tradición desmontando como es vista la masculinidad en una sociedad que propugna no salirse del paradigma. Muy acertadas las similitudes de este personaje con el Jamie Bell de "Billy Elliot" y el Timothée Chalamet de "Call me by your name" por todo lo que tuvieron de revelación, frescura y motor emocional de sus películas así como con la reciente "Tierra de Dios" a la hora de la sensibilidad en narrar la relación en un entorno hostil como representante de esa ola de cine que narra relaciones LGTB con personalidad, respeto y hondura.
“Las golondrinas de Kabul” de Zabou Breitman y Eléa Gobé Mévellec llega a Una cierta Mirada cumpliendo ya la norma no escrita de tener alguna película animada en esta sección como ocurrió con “La tortuga roja" en 2016. Y es que una vez superado ese complejo por parte del comité seleccionador ahora se presenta una cinta cuya temática se ha desarrollado ya en infinidad de títulos, además de estar reflejado en los noticieros, pero sí que es verdad que no había sido tratado con la crudeza necesaria de otros títulos de acción real. Siguiendo en cierta manera el verismo poético de "Vals con Bashir" y el drama humano y social de "La imagen perdida", la cinta se ambienta en el verano de 1998 con Kabul presentada como una ciudad en ruinas ocupada por los talibanes. Mohsen y Zunaira son dos adolescentes que se han enamorado pese a vivir en un entorno repleto de violencia y miseria. Aunque van sobreviviendo día a día, un acto irresponsable de Mohsen cambiará sus vidas para siempre. A pesar de pivotar sobre un tema potente como la situación de las mujeres en un régimen de represión la denuncia no lo es todo y, a pesar de la fuerza del desenlace, no aporta nada nuevo más allá de ser animada. 80 minutos en una de esas historias que se definen como necesarias pero que, además del esfuerzo y cuidado de la propuesta en lo referente a la técnica, se queda algo vacía ante lo reiterativo y poco consistente del mensaje en este obvio y algo anodino amar en tiempos de talibanes.
"Una gran mujer (Beanpole)" es el nuevo trabajo de Kantemir Balagov que sorprendió a todos en 2017 con "Demasiado cerca", "Tesnota" en su título original, y que ya ganó el premio FIPRESCI en la sección Una cierta mirada de hace dos años. Una mirada al renacer, la resistencia y la supervivencia de unas mujeres en el Leningrado de 1945 con las consecuencias de lo vivido en la II Guerra Mundial. Una ciudad por reconstruir y, sobre todo, una forma de vida y un estado de ánimo que hace mochila, costra y que no es tan fácil de limpiar del alma. Eso es lo que se ve en los rostros castigados y doloridos de las dos mujeres en las que se centra la película que, noqueadas por lo vivido, no saben el destino que van a tener que encarar y del que sólo ellas serán responsables con las circunstancias que les toca vivir. Heredero del cine de Aleksandr Sokurov, ofrece un retrato riguroso, cuidado y áspero siendo tan calculado y exquisito como plomizo en su desarrollo pero con una impecable puesta en escena que sigue aumentando el prestigio que ya va asumiendo Balagov aunque sin la rotundidad que debería en un trabajo modélico en ambición pero demasiado vacuo en su espíritu viéndose condenado por esa alma fantasmagórica que inunda a sus personajes.
Nacho Gonzalo