Mr. Pinkerton en busca de Woody Allen
¡Hola muchacho!
¿Cómo pasaste las vacaciones de Semana Santa? Tengo entendido que te llevaron de excursión a ver el brazo incorrupto de Santa Teresa…. Cuando puedas me escribes y me lo cuentas. Yo mientras te narro mi último caso, el cual me ha resultado muy gozoso.
Estaba un lunes por la tarde en plena persecución (un ladrón de bolsos de marca) cuando empezó a sonarme el teléfono insistentemente. Aquel ladronzuelo se me escapó. Muchacho, uno llega a una edad en la que la extenuación se adelanta al éxtasis, y mis piernas no daban más de sí. Así que me fui a una cafetería y me senté a descansar. Aquella llamada era de Marga, la cual me decía que me esperaba en la oficina una pareja sofisticada.
Allá me fui lo más rápido posible, y me encontré a un matrimonio de menos de cuarenta años, muy elegantes y distinguidos. Me esperaba cualquier cosa de ellos: robo de joyas, espionaje a su asistenta, seguimiento a su hijo hiperactivo… Pero me sorprendieron con un caso nuevo para mí: “Mr. Pinkerton, queremos que nos propicie un encuentro con Woody Allen en Nueva York”. Quizás se pensaban que yo era una especie de agente de actores y que podía organizar cenas con estrellas del cine, así que les aclaré mi perfil profesional, pero insistieron: “Mr. Pinkerton, nos vamos tres días a Nueva York. Venga con nosotros, y mientras disfrutamos de la ciudad usted busque a Allen; cuando lo localice nos llama y nos dice dónde está. No queremos molestarle, sólo cruzarnos con él. Ya sabe, para cenar después con los amigos y poder soltar aquello de << Pues estuvimos en Nueva York y nos cruzamos con Woody Allen >> ¿Acaso hay algo más chic? ”
Reconozco, muchacho, que me entraron ganas de sacar la escoba y emular a la bruja de la atracción de feria, pero por un lado me apetecía ir a Nueva York, así que al día siguiente ya estaba asomándome por la ventanilla del avión y contemplando la Estatua de la Libertad, y no pude evitar echar una risotada al acordarme del chiste del bueno de Woody. Nacho y Cova, que así se llamaban los que me contrataron, se instalaron en un hotel de lujo; y a mí me adjudicaron un hotel económico. No me importó aquella distinción clasista, ya que mi hotel estaba mejor situado, más cerca de los teatros de Broadway. Pero no me podía entretener demasiado, sólo tenía tres días para localizar a uno de los genios del cine, y no sabía por dónde empezar… hasta que me di cuenta de que era lunes y, si me daba prisa, quizás podía llegar a tiempo al café del Hotel Carlyle, donde Woody toca el clarinete con su banda de jazz.
Cogí un taxi y le pedí que me llevara al número 35 Este de la calle 76; el taxista resultó ser dicharachero: “¡Otro turista que quiere ver a Allen!”. Y entonces soltó un monólogo como si fuera un cómico del Saturday Night Live… Estuvo gracioso el hombre, salvo en los dos despistes que tuvo conduciendo que a punto estuvo de conseguirme un pase Vip al Hospital Lenox Hill. Después de aguantar varios atascos, el taxi me dejó en el Hotel Carlyle, y un camarero me dijo: “Demasiado tarde, amigo. Mr. Allen acaba de marcharse”. Me fui cabizbajo a coger un taxi y le pregunté al chófer que si había visto "Hannah y sus hermanas", y que si era que sí, que me diese un paseo como el que dio Sam Waterson a Dianne Wiest y a Carrie Fisher. Bueno, aquella aventura no había hecho más que empezar, y no podía rendirme tan pronto.
Al día siguiente desayuné huevos revueltos con bacon y me fui rápidamente al Central Park. Siempre he sabido que a Woody Allen le gusta pasear por la mañana por este grandioso parque, ya que así se despeja y piensa mejor sobre la trama de su nuevo proyecto. Pero aquello era tan grande que sería como buscar un alfiler con gafas de pasta en un pajar. Me puse a caminar sin rumbo fijo; disfrutaba del paisaje, del contraste de los árboles con aquellos rascacielos al fondo. Cuando me quise dar cuenta, estaba en ese camino junto al lago donde van todos a correr, y me acordé de Dustin Hoffman en “Marathon Man”. Me entró un poco de yuyu y me fui corriendo a una zona más abierta. Tras tres horas en Central Park no di con el director neoyorquino. Me senté en un banco y me comí el bocadillo que me había hecho con las cosas del buffet del desayuno. Allí me crucé con un par de actores secundarios de series televisivas. Hablé con ellos y les pregunté que por dónde solía pasear Woody. Me indicaron un par de sitios y luego se interesaron por el share de sus series en España. Les mentí, muchacho, me dio corte reconocer que en España sus grandes series no tienen éxito, así que me fui de nuevo cabizbajo de Central Park, porque allí no estaba mi objetivo.
Me metí en una pequeña sala de cine donde ponían una vieja película cómica. Éramos cuatro gatos, y uno de ellos soltó un comentario que me hizo mucha gracia. Al acabar la peli salieron todos y yo me quedé pensativo, recordando ese comentario, y pensé que parecía sacado de una película de Allen… Entonces me entró el nervio en el cuerpo y me fui al acomodador para preguntarle si sabía quién era aquel hombre que estaba acompañado de una joven. “¿No sabe quién era amigo? ¡Era Woody Allen!. Y en ese momento maldije mi costumbre de ver las películas dobladas, ya que si hubiese reconocido su voz, habría sabido que él estaba allí. Muchacho, el desánimo empezó a recorrer mi cuerpo. Además, la pareja chic no paraba de llamarme a cada rato, y a recordarme que si no lo conseguía mi prestigio iba a decaer por enteros.
Y entonces no me quedó más remedio que optar por lo más fácil, por la primera lección del manual de detectives: averigüé la dirección de su vivienda, me compré un periódico y me instalé en la acera de enfrente. Antes o después Allen volvería a su apartamento, así que en ese momento le abordaría con supina delicadeza para intentar sacar algo de provecho de la situación. Estuve esperando durante horas, y Woody no aparecía por ahí. Lo que me negaba en rotundo era a llamar a la puerta de su casa. Soy un detective, no un acosador, y prefería perder el caso antes que obligarme a saltar mis reglas internas para satisfacer la vanagloria de la pareja chic. Cuando más inquieto estaba, observé cómo venía hacia mí el portero del edificio de Allen, y entonces me dijo: “Oiga, amigo, si está aquí esperando a que venga Woody Allen, le diré que seguramente no tendrá suerte. Esta mañana salieron con unas bolsas, y para mí que no pasarán la noche aquí”.
Aquello me desanimó del todo, muchacho. Pensé en llamar a los pijos y decirles que se fueran a pescar cangrejos al río Hudson , pero que se olvidaran de Allen y de mí para los restos. Me desentendí del caso y quise aprovechar que estaba en Nueva York para cumplir viejos sueños: cogí el metro y me fui directo al Radio City Music Hall, donde disfruté de un buen espectáculo. Después me fui al Empire State Building, al Rockefeller Centre, al Museo MoMA para acabar de nuevo en el Central Park viendo anochecer. Entonces fue como si hubiese visto un fantasma al observar que, como pasajeros de un coche de caballos, ¡estaban Woody Allen y Soon Yi en actitud romántica!. Me fui a buscar otro carromato y le dije al chófer: “¡Siga a ese carro!”. El chófer se alegró y me dijo que en treinta años de carrera jamás le habían pedido que siguiera a otro carro, y que aquello le encantaba, teniendo en cuenta que le quedaba muy poco para jubilarse.
Y ahí estaba yo, muchacho, en Central Park con Woody Allen a cuatro metros de distancia. Aquello parecía un romántico paseo, hasta que, de repente, oímos un crack, y el carromato de Allen paró en seco. ¡Se había roto el eje de la rueda!. Mi chófer se bajó a auxiliar a su compañero, y me quedé helado con la situación. Entonces vi cómo se bajaba el director neoyorquino y, amablemente, me pidió que si podíamos compartir el carro hasta llegar al punto de partida. De algún modo entendió mi balbuceo como un sí, y allí me encontraba, muchacho, con Allen y Soon Yi subidos en un carro por el Central Park un martes de abril por la noche. El director se mostró amable conmigo; al enterarse de que yo era español, empezó a hablarme de las maravillas de mi país, de Oviedo, de Barcelona y de lo guapa que es Penélope Cruz. Le dije que gracias a él yo seguía vivo, porque mientras él siguiese haciendo películas ya tenía una excusa para no suicidarme. Echó una leve risotada y entonces llegamos al punto de partida. Nos despedimos amablemente, y le pedí al chófer que diese otra vuelta más, para pensar en lo vivido.
De nada me importó tener que devolver a la pareja chic los gastos ocasionados, y tener que aguantar escuchar lo decepcionados que estaban conmigo. Pero yo crucé el charco de vuelta a Madrid con una sonrisa en los labios, alegrándome de lo afortunado que era.
¡Un saludo!