Querido diario:

De entre todos los fiambres que tengo en la bodega hay uno que parece que no se me va a acabar nunca. Y eso que murió después de imponerse un régimen estricto con el que adelgazó más de sesenta kilos. Pero en mi fiambrera sigue teniendo sus ciento sesenta kilos de peso. Cincuenta años lleva ya ahí, colgado en la bodega, y está fresco como el primer día.

Oliver Hardy, la mitad más voluminosa del dúo cómico "El gordo y el flaco", se aficionó al teatro durante las representaciones que organizaba su madre en el hotel que regentaba en Georgia. Se escapaba de sus clases de música para cantar en un vodevil o irse de gira con un pequeño teatro. Y trabajó como acomodador en un cine hasta que decidió que él podía hacerlo tan bien o mejor que los actores de la pantalla. Así que se fue a los rodajes y acabó haciendo de villano en películas del Oeste.

Luego conoció a un actor y director inglés, Stan Laurel, con el que acabaría formando pareja cómica. Hicieron 87 películas. Rodaban cada escena en varios idiomas. Cambiaban a los extras y a algunos actores para hacerlo en francés, inglés, italiano, alemán... Ellos leían sus diálogos en una pizarra. Por eso sus películas mantienen ese tono de voz ridículo que caracteriza al gordo y el flaco: porque no sabían ni lo que estaban diciendo.

Su éxito se fue apagando. Se puso a dieta. Tuvo un derrame cerebral. Luego un cáncer que le dejó en 55 kilos. Más de cien menos de lo que había llegado a pesar. El 7 de agosto de 1957 murió. Laurel, el flaco, no levantó cabeza desde entonces. Trató de que su amigo John Wayne le ayudara. Él le enseñó su nuevo revólver y le dio una palmadita en la espalda, de esas que daba él que te dejaba dolorido. Pero no le dio ningún papel. Así que se volvió a Inglaterra. A llorar a su amigo.