En el verano de 1994 Kate estaba sentada en un plató para decir sus últimas palabras ante una cámara de cine. Más de uno de los que estaban allí, algunos amigos, eran conscientes de que sería su última película, y les preocupaba que no fuese capaz de llegar al final.
La historia estaba basada en un cuento corto de Truman Capote que transcurría en Navidad, “One Christmas”. Sólo le quedaban un par de frases, pero estaba haciendo un esfuerzo muy grande porque los ataques de senilidad no habían dejado de aumentar desde hacía tiempo. Físicamente estaba mal y recurría al güisqui para calmar dolores y reducir los temblores de su enfermedad psiconerviosa, pero los problemas se habían extendido a su cerebro. En mitad de una entrevista se desorientaba, olvidaba que Cary Grant había muerto hacía mucho, o incluso se olvidaba de Spencer Tracy. La temperatura del plató era de 38 grados y el calor empezaba a congestionarla hasta que uno de sus ayudantes observó que estaba muy colorada.
La sacaron al vestíbulo y, mientras se lo explicaban, el guionista rescribió sus escenas para que pudieran rodarse allí mismo y luego llevarla a su casa.
Uno de los que decidieron aquello recuerda que lloró, porque sentían que era su última escena. Por eso no pensaron en el personaje de la historia, sino en Kate. Al fin y al cabo Kate y sus personajes siempre coincidían o acababan coincidiendo. Así quedó su diálogo final: «Siempre he vivido mi vida exactamente como quise. No he intentado complacer a nadie más que a mí, a mí, a mí. Muy probablemente he disgustado a muchas personas. Pero estoy completamente satisfecha. Puedo ponerme cómoda en mi vejez y no lamentar ni un solo momento ni cambiar una sola cosa.»
No es posible saber si Kate pensaba eso mismo, probablemente no, pero resumía lo que pensaban todos los demás. Era un epitafio natural para la criatura pública que Kate había ido dibujando. Se despedía con la última de sus imágenes, la de abuela , ella prefería tía, que provocaba respeto y admiración, pero con un toque de ternura. Todavía tardaría casi diez años en apagarse.
Cate Blanchett, que tenía que interpretarla en “El aviador”, la telefoneó a finales de 2002. Quería conocerla. Kate estaba ya confinada en la cama, y no podía recibir una visita como aquella. La veía muy poca gente. Era una sombra de si misma que aguantó los últimos seis meses con calmantes. Dejó de comer. A las tres menos diez de la tarde del 19 de junio de 2003, con 96 años, Katharine Hepburn murió. Sus cenizas, según su deseo, fueron enterradas al lado de las de su hermano Tom, al que ella misma había encontrado muerto cuando tenía sólo trece años. Fue su compañero de juegos, el chico que hubiera querido ser, con el que quiere reposar.