Querido diario:
Hace un siglo que nació Luchino. Era en aquel otoño de 1906 el cuarto hijo de una de las famílias con más grandezas y miserias de Europa. Los Visconti de Milán. Le tocó la suerte de ser uno de los grandes, pero tardó bastante en darse cuenta.
"Vine al mundo el día de difuntos por una coincidencia que resultaría escandalosa para siempre. Con un retraso de veinticuatro horas, probablemente, respecto del día de Todos los Santos. Esta fecha no me abandonó durante toda mi vida, como un mal signo." Visconti escribe esto en 1939, en un momento depresivo, tiene treinta y tres años, aún no ha hecho nada, ni creado nada, y sitúa entonces su nacimiento bajo el signo de una maldición misteriosa.
En los setenta años de su vida, cambió el destino de muchas famílias italianas aristócratas como la suya. No fue sólo un príncipe con todas las posibilidades de su situación privilegiada, sino el "intelectual" de la familia, que se dedicó a rasgar el telón que cubre las vergüenzas del discreto encanto de la burguesía que el mismo representaba.
En la primavera de 1975, se cae y queda tan inmovilizado que tiene que dirigir su última película, "El inocente", desde una silla de ruedas. Consigue terminarlo en enero del año siguiente y la película está ya doblándose cuando el 17 de marzo de 1976, a las cinco y media de la tarde, muere en su apartamento de vía Fleming 101, en Roma, donde hacía algunos años que se había trasladado.
Hablaba mucho de su muerte, que imaginaba entre sus gardénias. Quería que sus cenizas se dispersaran en el mar, en Ischia. Pero nunca perdió un toque de humor negro, la muestra de una indiferencia noble. Cuenta su hermana que cuando lo acostaba por las noches, decía: Atadme un pañuelo alrededor del mentón. Así hacemos el ensayo general...
Aquel 17 de marzo de 1976 se quedó en la cama; tiene gripe y tiene fiebre desde hace varios días. No está sólo porque andan por allí sus dos perros, las fotos enmarcadas en plata de su último gran amor, Helmut Berger, la de Marlene Dietdch sonriente y su dedicatoria "Pienso siempre en ti", y su hermana Umberta que le ha cuidado en los últimos años. Los dos escuchan la Segunda Sinfonía de Brahms.
-Finalmente -cuenta Uberta- me miró y me dijo en dialecto milanés: "Ya basta. Estoy cansado". Y luego murió.
Tuvo el entierro que los italianos dan a los príncipes, y los italianos nunca han dejado de tener príncipes.
La ceremonia religiosa se celebró el viernes 19 de marzo en la iglesia jesuíta donde reposa San Ignacio de Loyola, en el corazón de la Roma barroca, la iglesia donde en las fiestas solemnes los jóvenes aristócratas se acercan a la santa misa ataviados como pajes del siglo XVI. A las 11 de la mañana se pronuncia el elogio, como ya hacían las viejas familias patricias en el foro cercano hace dos mil años. A mediodía, el rito fúnebre reúne en la iglesia repleta de gente a todos los que han conseguido un espacio, y delante están el secretario del Partido Comunista, Enrico Berlinguer, y el presidente Giovanni Leone. Cuando sacaron el ataúd, la muchedumbre apiñada en el pequeño anfiteatro ante la iglesia, lo recibió con aplausos; lo mismo había hecho tres años antes con el de su querida Anna Magnani, la hija del pueblo.
Quiso que su cuerpo desapareciera por completo, que no quedara de él más que el recuerdo de su obra. Su cuerpo se convirtió en fuego, y muy poco antes declaraba: "Pasado mañana cumpliré 68 años, pero juro que ni la vejez, ni la enfermedad, han doblegado mi voluntad de vivir y hacer... Cine, teatro, música... Quiero afrontarlo todo, absolutamente todo. Con pasión. Porque siempre hay que arder de pasión cuando se afronta algo. Por lo demás, para eso estamos aquí: para arder hasta que la muerte, que es el último acto de la vida, venga a completar la obra transformándonos en cenizas".
Aquí tienes este mp3 donde escucharás cosas interesantes sobre Luchino...
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